Memorias de un Enterrador. Libro Primero. 9.


…Lo cierto es que cuando comencé mi periplo como enterrador él ya había dejado la cuadrilla.

Moisés, el Cascarillas.

Tras más de cuarenta años.

Y se puso a barrer, como una especie de semi retiro dorado, reservado por derecho para aquellos sepultureros que tras partirse lomos, riñones, brazos y rodillas ya no pueden seguir partiéndose el lomo, los riñones, los brazos y las rodillas con el resto del personal.

Así, se pueden aguantar dos o tres años más, hasta la jubilación, a los sesenta y cinco años, porque si no, te quitan un ocho por ciento de lo que te corresponde por cada ejercicio que te anticipes, y si te adelantas solamente un año, ya tienes problemas para poder comer. Bueno, y no por falta de dientes, precisamente.

Lo que la experiencia nos ha enseñado en el cementerio, es que aunque no puedas andar tienes que aguantar barriendo.

Que aunque no te quede apenas sangre buena corriendo por las venas, tienes que estar a la intemperie a diez grados bajo cero.

Que aunque la artritis, tendinitis, artrosis y demás achaques de la edad, el desgaste y los kilómetros se desayunen contigo cada mañana, tienes que seguir cargando y padeciendo cada día.

Para poder sobrevivir en la jubilación, para poder seguir viviendo cuando ya has entregado tu vida y, si no has sido muy fuerte, el alma.

Aunque a Moisés el Cascarillas no le hacía falta.

No necesitaba seguir barriendo. Ni el retiro dorado para la futura subsistencia.

Más de cuarenta años en el cementerio.

Sin salir apenas. Sin ver la luz del sol fuera de sus muros de ladrillo y condena.

Había tenido la suerte, por un lado, de que le adjudicasen una vivienda al poco de conseguir el trabajo. La vivienda que había dejado vacante una familia cuyo cabeza había pasado a ocupar una permanente, a perpetuidad, más chiquitita.

Una familia fuera. Otra familia dentro.

Moisés el Cascarillas no lo llegó a sentir demasiado. El compañero muerto apenas había compartido nada con él. Coincidieron un par de meses, si acaso. Y su defunción suponía que él y su pequeña familia naciente podrían trasladarse a vivir allí, gratis, y de ese modo prosperar. Así que se mudó de la austera pensión en la que había montado su hogar desde que llegaron del pueblo, a la casa del cementerio, en medio de un patio, con una parcela enorme, pero sembrada de tumbas, con su mujer y su hijo primogénito.

Aquello les pareció un palacio. Los otros dos vástagos nacerían en él.

Y el hecho de vivir aquí, de trabajar aquí, de dormir aquí, de no salir de aquí, del cementerio, les cambió.

Les transformó.

Y fueron cementerio.

Y solamente la grave enfermedad de Moisés el Cascarillas les ha podido sacar de aquí, al matrimonio y los hijos, a la fuerza. Pero no tardarán en volver.

El cementerio les reclama.

Quiere lo que es suyo.

Lo que le corresponde.

Lo que le pertenece.

El Cascarillas, menudo personaje.

Un gran trabajador.

Incansable, obediente, servicial… Un buen tipo, en general.

Más de cuarenta años trabajando, sin gastar nada absolutamente, ni en transporte, ni en vehículos, ni en desayunos, almuerzos o comidas fuera de casa, ni en nada de nada, dan para guardar mucho dinero.

Y digo guardar porque lo tenía escondido por el cementerio, o eso decían mis compañeros, ya que ni de los bancos se fiaba.

Y del tema del dinero, se encargaba la mujer.

No sabía leer ni escribir.

Pero sabía de billetes.

Como el que más.

Y pobre de aquel o de aquella que intentasen descuidarle alguno.

Cuando llegaron del pueblo, del Toledo profundo, eran dos muchachos imberbes, gañanes, asilvestrados, iletrados, pero buena gente sencilla, simplona, harta de trabajar, con todos los callos en las manos y moretones en las rodillas, con un zagalillo recién parido, casados poco antes del alumbramiento, que fue durante la misma vendimia, por el mes de septiembre, tras un parapeto de plástico y bajo un olivo y gracias a que había una mujer que había asistido a algún otro en las mismas circunstancias, y un hato con un pan y un chorizo por todo ajuar.

La casa del cementerio fue para ellos un palacio.

Su propia casa.

Su primera propia casa.

Que aunque les habían advertido y explicado era en usufructo, ellos no comprendían el significado de ese término.

Era su propia casa.

Y punto.

Y lo que tenían claro, era que mientras él trabajase, sería su casa. Así que de ese modo, ni aunque se estuviese muriendo abandonaría su puesto.

Ni uno solo de todos los días había faltado a su trabajo.

Ni uno solo de todos los días de su vida desde aquel primer momento, con diecinueve años escasos.

Y a los pocos meses de estar allí viviendo, ella ya tenía más trabajo que él, fregando sepulturas, arreglando jardineras y parterres, podando, barriendo panteones y limpiando los baños públicos del cementerio.

Aquello produjo una pequeña revuelta entre el personal. La mujer del Cascarillas desplomó los precios que estaban más o menos establecidos por los operarios. Allí todos tenían sus cuidos y mantenimientos, sus limpiezas, sus clientas y clientes, y todos cobraban por parejo, como había sido la costumbre, pues los nuevos, heredaban, heredábamos, los cuidos de los que se iban o morían (solamente un empleado dejó el trabajo ‘motu propio’ en los más de ciento cincuenta años de historia; los demás, bueno, ya se sabe…), y heredaban, heredábamos, incluso el precio estipulado.

No pudieron hacerse con ella. Lo que perdía abaratando los emolumentos, lo ganaba trabajando más.

Todas las mañanas, a las seis, con un vestido raído, una bata vieja, unos guantes de lona, botas de agua, cubo, fregona, cepillo y regadera, tomaba su leche con achicoria y pan mojado, dejaba a su chiquillo, llorase o no, en su rústica cuna mamado, y se echaba a los patios a fregar. Con lluvia o sin ella, con frío o calor, con rayos, truenos, como fuese, no fallaba.

Y a los cinco años había envejecido quince.

Sus clientes y clientas estaban muy contentos y contentas.

De los que más.

Incluso mis compañeros se deshicieron de los suyos más molestos, exigentes y quisquillosos y se los endilgaron a ella, que redobló el trabajo y redujo el precio a la mitad, así las tres partes contentas.

De ese modo, en ocho o diez años, llegó a ganar tres veces más dinero que su marido, lo que hizo que él, lejos de molestarse o achicarse, se relajara, y trabajase igual, sí, pero con las espaldas cubiertas y guardadas.

Fueron tres los hijos que trajeron al mundo, dos varones y una hembra, y los tres con su cubo, regadera y fregona en cuanto pudieron guardar el equilibrio sobre dos piernas, y a coger más trabajo, más cuidos, más sepulturas, más fregar y regar, más parné…

Ese remanente les permitió hacerse una casa en el pueblo, la más grande tras las del alcalde y el señor cura, que vivía este último con una ama de llaves de bien moza, y sus cuatro chiquillas, todas con los mismos ojos que su padre, verdes esmeralda, coincidentes milagrosamente con los ojos del hombre de Dios, y cada una con su propia habitación…

Casa que sirvió para llenar las bocas y las mientes de los habladores, chismosos, malpensados y envidiosos del pueblo durante cierta época hasta que les dio por pensar que todo había sido mentira, pues nunca iban ni los habían visto, lo que llenó las bocas y las mientes de los mismos otra temporada, hasta que el tiempo, malvado Heropás, les condujo a otros chismes y habladurías, y los hierbajos altos y las duras malas hierbas inundaron aquel patio solado antaño tan lustroso y admirado.

Y sí, era verdad, nunca iban.

Tenían mucho trabajo.

Y aunque él disponía de un mes natural y entero de vacaciones, ella no podía dejar el suyo ni un sólo día.

Muchas plantas habrían muerto de sed sin el agua que ella les proporcionaba tan frecuentemente en verano; o sin las podas sabias y expertas del invierno; ni piedras tan lustrosas sin su mopa y su fregona…

No podía abandonar un solo día.

Y si ella no podía, no podía nadie.

El cementerio les engulló.

Aniquiló sus vidas más allá de sus altos muros.

La mujer de Moisés entregó su alma con dieciocho años, poquito a poco, hasta que ya fue tarde. Y empujó a su familia al ostracismo, y la arrojó a las fauces de la bestia sedienta de almas.

El Cascarillas, menudo personaje.

Un buen tipo, en general.

Tal vez tuviese algún defecto, como todo el mundo. Uno de los más reseñables, si acaso, por el asunto que nos ocupa, era que le gustaba introducir monedas sueltas en las rendijas de las máquinas tragaperras.

Al principio se trataba de una o dos; las vueltas del pan, del café, de los cigarrillos que fumaba a escondidas… Luego se tornó en algo más impulsivo.

Y como su mujer no le permitía fumar, beber, ni ir a bares, y por más ende, controlaba, en su afán ahorrativo extremo, todo el dinero que entre ambos y posteriormente los hijos, generaban, no le quedó otra que buscarse algún trabajito oculto y secreto, que realizaba a hurtadillas, y hurtar al descuido las propinas con las que los doloridos y doloridas, llamados por alguno de los míos los daores, o dadores, nos ofrendaban por nuestros servicios, respetuosa y diligentemente ejecutados.

Y esos dineros, en numerosas ocasiones suculentos repartiendo a cinco, se quintuplicaban a una parte sola, por lo que se convertían en cinco veces más suculentos. Y Moisés el Cascarillas adquirió la fea costumbre de privar al resto del personal del gozo y disfrute de echarse al bolsillo uno de los sobresueldos de esta labor, y no se supo de la duración de su fechoría, porque cuando le pillaron, en fragante delito, no le dejaron muchas opciones a explicarse oralmente, ni le preguntaron apenas, pues quién iba a creerle…

Pero tampoco le dieron todo lo que se merecía; algunos vapuleos solamente (cuando tenían que haberle cortado la mano, como en otras culturas). El pobre, bastante tenía ya con su mujer, que todos lo sabían, y con su diabetes.

Y con sus problemas de erección, que en un momento de debilidad, la esposa se lo comentó a la de Santiago, que no se llevaban demasiado bien pero a veces coincidían, y después ésta, como suele decirse, lo publicó en los pasquines y se enteró hasta el obispo.

El pobre Moi no funcionaba.

Apenas había funcionado para concebir los tres vástagos y la cosa se había venido abajo.

Y la queja la extendía su santa, un témpano de hielo, cemento y esparto.

El Cascarillas no trempaba, decían mis compañeros, una expresión que me cautivaba, por cómo sonaba, por lo que significaba.

Por eso le dejaron vivo.

Y le perdonaron, con la condición de que no volviese a tocar una sola gratificación, de que no se arrimase a las familias.

Moi el Cascarillas, menudo personaje.

Un buen tipo, en general.

Pronto, si dan la tinta, la memoria, y el entendimiento…

Y si dan el tiempo y la fortuna, cuando miremos hacia abajo, a lo profundo…

~ por Aura G. en 7 octubre, 2012.

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